De Bogotá a Barranquilla
Alrededor del año 1965 en Colombia se podía viajar entre ciudades en el “Expreso del Sol”, un convoy de pasajeros de los Ferrocarriles Nacionales de Colombia, donde un día inicié el viaje de regreso a Barranquilla con mi madre. Yo que tenía unos 9 años de edad y apenas comenzaba a conocer el país en el que tendría que vivir tuve una experiencia inolvidable que marcó el comienzo de un cambio en mi reciente vida.
Viajabas cómodamente sentado en una confortable silla “pullman reclinomática” viendo pasar por los cristales de la ventanilla corrediza, parajes naturales de belleza inimaginable. Medio asomabas la cabeza y ya sentías una brisa llena de desconocidos olores mientras el tren rodaba raudo en medio de una inmensidad de vida vegetal y animal conocida hasta ese momento sólo en láminas de chocolatinas; y lo verdaderamente inolvidable es que después de toda una noche viendo miles de luciérnagas titilar en la oscuridad, al amanecer contemplaras con ojos soñolientos entre los matorrales el intermitente reflejo del sol en las charcas y lagunas llenas de garzas y loros gritones.
Viajando así desde Bogotá hacia Barranquilla, ya casi en el último tramo, el viajero podía contemplar al pasar kilómetros y kilómetros de verdes matas de plátano a todo lo largo de la zona bananera. Muchos años después frente a las hojas de un libro llamado “Cien años de soledad” yo recordaría esa escena y como lector me pondría fácilmente en la situación.
Casi 24 horas después de haber salido de Bogotá, en la estación de Ciénaga, donde terminaba la vía, el pasajero que acababa de bajar del tren y estaba medio estirando las piernas, casi enseguida era atacado por una nube de voraces mosquitos y jejenes, vendedores de almojábanas, guineos pasos, radios de pilas y ventiladores eléctricos, voceadores de rutas y porteadores de maletas. Después de esquivar de algún modo aquel comité de recepción, el viajero tenía que elegir el bus en el que continuaría el trayecto, y tocaba allí, al borde de la carretera, pasar las maletas a un ayudante que las amontonaba encima del techo del vehículo, para luego de sortear al cobrador sudoroso atrancado en medio del pasillo, sentarse como mejor se pudiera entre los paquetes llenos de contrabando de otros pasajeros en ruta desde Maicao.
Después de un recorrido por carretera, de una media hora quizá, se llegaba a orillas del Magdalena; donde el bus abordaba un planchón llamado “El Ferry”, una barcaza gigante llena de gente bulliciosa oliendo a sudores y cerveza, y en la cual nuestro vehículo atravesaba el río, para después, habiendo ya entrado en Barranquilla, tomar la calle 17 hacia el centro de la ciudad hasta llegar al Paseo de Bolívar” con calle Cuartel, donde los pasajeros bajaban con sus bártulos en la acera de esa calle llena de luces brillantes de neón y árboles frondosos que susurraban al son de una suave y húmeda brisa.
Recuerdo de este modo todo esto, porque con apenas 9 años de edad así viví yo mí definitiva llegada a la ciudad donde había nacido, y de la que había partido a los 4 años en brazos de mi madre, adolorida por una pena de amor, y desde ese tarde de verano a finales de 1968, como a un “cachaquito” en vacaciones continuas, la ciudad me tomó en su regazo para darme clases permanentes de currambería.
San Felipe, cielo azul y arena blanca
Me recuerdo a mi mismo poco tiempo después montado en uno de esos vetustos armatostes con carrocería de madera y hojalata pintada de marrón y naranja, de la ruta “Lucero – San Felipe”. Voy sentado en una de esas bancas de madera pulida por los callos y el sudor, tapizadas con cuero sintético, llenas de “chibolos” y con rotos asomando resortes oxidados que parecen advertir “¡Cuidado con el jopo!”.
Y mientras la brisa fresca de diciembre me acaricia el rostro de encendidos cachetes de los recién llegados del páramo, transportado en este bus de los recuerdos, miro pasar calles de arena casi blanca, relumbrantes debajo de un cielo de azul perfecto, y veo que el resplandor se acentúa al pasar frente a la blanca paredilla y los arenales que rodeaban el cementerio “Calancála”, después de lo cual el bus pasa frente a una continua hilera de casitas con terrazas enmarcadas por columnas de remates griegos, con paredes pintadas de rosado, verde manzana y amarillo azafrán, caladas por la sombra de jazmines, cayenas y matarratones; y entonces luego de atravesar “Los Pinos”, desembocar en la iglesia de “San Clemente” y subir por la 21, cuando el bus llega a “Mi Quioskito y toma rumbo por la calle 68, enrumbándose hacia “Olaya” nos apeamos, después que el bus ha parado cuando mi madre gritó, inexplicablemente para mí en ese entonces, “¡Próxima!”…
En esa esquina de la 23 B con 68 donde ese día nos bajamos mi madre y yo, siempre ha habido una mesita de madera vendiendo algo, ya sea mangos de chancleta y mamoncillos de la temporada, traquitraquis y velitas de Bengala para navidad, o cajitas de Maizena y “medias” de Ron Blanco si estamos en Carnavales. Aún hace unos pocos años cuando pasaba yo en mi coche por allí, me bajaba de vez en cuando a comprar unas sabrosísimas empanadas y arepas de huevo que vendía una señora del barrio sobre una mesita de madera pintada de rojo.
La carrera 23 B antes que el concreto sepultara sus incontables tesoros jurásicos, exhibía a todo lo largo, una hermosa colección de grandes rocas a la vista que contenían bajorrelieves de helechos prehistóricos, e incrustaciones con figuras de trilobites, moluscos, y otros seres de enciclopedia. Se decía por ese entonces que esas calles jamás habían sido pavimentadas porque las motoniveladoras nunca habían podido con las fantásticas piedras.
Tropezando en las salientes de las amarillas rocas calizas que asoman, vamos a llegar hasta una casa de color verde manzana, a media cuadra entre la 65 y la 65 C, que era donde vivía María Urueta, mi abuela de Usiacurí, que en realidad era mi bisabuela, nieta del General Urueta “de la guerra de los Mil Días” como ella orgullosa decía.
En el patio de mi bisabuela “Yaya”, como la llamaban algunos de sus nietos, habían sembrados palos de guindas, pomarrosas, anones, guayabas, papayas y ciruelas “de cajeta”, y justo en el frente de la casa que daba hacia la calle, bajo el jardín, estaba enterrada la poza séptica, sobre la cual nos estaba prohibido jugar. Con el tiempo el progreso urbanístico llegó hasta el barrio de San Felipe en manos de cuadrillas de obreros que abrieron zanjas durante meses para soterrar los tubos del alcantarillado y rellenar las pozas sépticas con tierra y escombros traídos en carros de mula, asunto que nos permitió a los niños de la cuadra tomar posesión de esos pequeños trozos del jardín para jugar. Algún tiempo después, siempre en nombre del progreso llegaron rugiendo las “Catapilas” y motoniveladoras amarillas oliendo a combustible Diesel, para cortar las piedras jurásicas que asomaban la cabeza, y luego las cuadrillas de obreros renegridos regresaron para emparejar el concreto encima de ellas y enterrarlas en nuestros recuerdos para siempre.
En el barrio San Felipe, en otras calles cercanas a la de mi bisabuela vivían otros primos en segundo grado que tenían mi edad o casi. Recuerdo que nuestras mayores pasiones por esos tiempos eran además de volar cometas con cuchillas en el rabo para cortar la pita de las que volaban los niños de la calle de enseguida, y lanzarles “guevoeperro” a las que desde la calle anterior volaban sobre nuestras cabezas; llenar “cartillas de caramelos” de “los Diez Mandamientos” que tenían excelentes impresiones de la película, con fotos de Charlton Heston y el calvo Yul Brinner; y ya cuando estábamos en plan “científico” nos encantaba hacer sonar discos rayados de 78 revoluciones en un tocadiscos destartalado al que sólo le servía el plato, poniendo un alfiler en el brazo del aparato que atravesara la punta de una hoja de papel carta curvada de tal modo que sirviera como caja de resonancia, y después que con el dedo hacíamos rodar lento y luego rápido el plato del tocadiscos. Los sonidos que sacábamos hacían que nos cagáramos de risa.
Por todo lo descrito anteriormente, vivía yo pequeñas temporadas en casa de mi bisabuela: un fin de semana, una semana o dos de las vacaciones, o las vacaciones completas, pues siendo hijo único, para mí era una fiesta estar en esa larga calle donde los niños jugaban en hordas que se arremolinaban de terraza en terraza al son de la paciencia de las señoras de la casa.
En esa calle veía yo personajes y aparejos que para nada veía en “Las Delicias” que era el barrio donde vivía yo en ese entonces: El “Botellero” que cambiaba botellas de vidrio por “martillos”, “raspaos”, guindas, corozos, mango biche, vejigas de colores, y caña de azúcar. El vendedor de carne montado en su burro tamborileando su cantinela sobre los cajones de madera llenos de riñones, hígado, carne, corazón, bofe, pajarilla, y el apetecido mondongo, despachando a las señoras su producto pesándolo en una poncherita atada con cordeles a una pesa de madera con muescas que indicaban el peso de lo despachado. El surtidor de queroseno, o “gas” como se le llamaba, que anunciaba su presencia dándole rítmicos golpes al tanque metálico de su carro de mula, mientras con diferentes cazos de hojalata de capacidades diferentes servía el combustible con un embudo a cada cliente, por lo general niños encomendados a la tarea que hacían fila con bidones de plástico en la mano.
Recuerdo al tío Eusebio Barriosnuevo, hijo de mi abuela María Urueta, que era tío de mi mamá, quién muy temprano en las mañanas, se paraba en la puerta de la casa con las piernas abiertas luciendo en camisilla una gran barriga mientras se tomaba a sorbos un tinto de “Almendra Tropical” bien caliente. Recuerdo la marca porque mi abuela coleccionaba las bolsitas de celofán donde venía el café y porque luego las cambiaba por utensilios de cocina en la fábrica que quedaba entre el barrio Montes y Chiquinquirá.
Todas las mañanas desde las 5:30 en la casa de mi abuela siempre se escuchaba la marcha que identificaba al radioperiódico “Informando” donde casi no había día que no “pusieran al aire” llamadas de oyentes hablando de un tal “Jolopiter” diciendo dizque en la época en que él administraba a las Empresas Públicas, Barranquilla sí que funcionaba bien, a lo que Marcos Pérez Caicedo contestaba con su bien timbrada voz: “Es que a Barranquilla se la llevó un gancho de caña”. Como era yo un niño de apenas unos 11 o 12 años, aún no sabía qué significado tenía toda esa perorata.
Una cosa cierta es que en mayo con la llegada del invierno y los deliciosos “baños” de agua lluvia, con el chorro de “la canal” cayéndole a uno en la cabeza, llegaba también el calor, un bochorno que hacía que la bella Barranquilla del barrio San Felipe que para mí era un Paraíso, se convirtiera en un infierno, porque de la nada, cualquier día aparecían millones de moscas que me atormentaban, haciendo que a veces, para risa de todos, entrara yo en paroxismos de locura armado de un periódico pretendiendo acabar con aquella marabunta que llegaba hasta a metérsele en la boca a uno mientras hablaba. Y para completar el tormento de las moscas y el calor del día, desde las seis de la tarde ya nos estábamos armando de unas velitas en espiral llamadas “Plagatox” que servían para ahuyentar a las nubes de jejenes y mosquitos que sin respetar abanicos, ventiladores, toldos o quemas de incienso con hojas de matarratón, se dedicaban a chuparnos la sangre dejándonos llenos de ronchas urticantes.
La nueva cultura barranquillera
En esa época el camión recolector de la basura pasaba por la calle una vez por semana, haciendo que los tarros y bolsas se apilaran en las aceras. Además el agua se iba a cada rato, y los apagones nocturnos eran corrientes, pero para nosotros, los niños de la familia, eran una oportunidad para que el tío Eusebio nos contara cuentos de terror sacados de su memoria pueblerina. Entre los habituales estaban el del “hombre sin cabeza” y el de “la llorona loca”, y otros muchos más de los que ahora no puedo acordarme. Años después la radio reemplazó en las noches al tío Eusebio con un programa de radioteatro que se llamaba “Código del terror 1130”, cuyo guionista, director y actor era Álvaro Ruiz Hernández.
La radio en la Barranquilla de aquellos tiempos prácticamente no tenía emisoras FM, y la copiosa banda AM era una fiel acompañante de las tardes para chicos y jóvenes que no nos perdíamos por nada del mundo un solo capítulo de “Arandú, el príncipe de la selva”, ni de “Kalimán, el hombre increíble”. Todavía recuerdo la voz ‘en off” áspera y expectante que ponía Esther Sarmiento de Correa… “Kalimán con sus fuertes y musculosas manos sacó de entre los pliegues de su capa la cerbatana con dardos de veneno paralizante de los indios reducidores de cabezas del Amazonas, y apuntó cuidadosamente al cuello de la Araña Negra”. Cómo olvidar la voz atemperada y hermosa que daba Gaspar Ospina al héroe recitando su frase emblemática, aún ante las situaciones más adversas: “Serenidad y paciencia, mi querido Solín, mucha paciencia”.
En esos tiempos cuando nos ordenaban a hacer un mandado al centro, nos demorábamos más de la cuenta porque invariablemente nos metíamos debajo de unos toldos de cartones recostados a la pared en la acera de la calle 20 de Julio, entre calles 33 y 34. Allí nos dedicábamos a leer “paquitos” de alquiler cuyos fantásticos personajes eran entre otros: Fantomas, Chanoc, Memin Pinguin, El Pato Donald, La Zorra y el Cuervo, Tuco y Tico. Las urracas parlanchinas, Archie, Mickey Mouse, y por supuesto: Kalimán El Hombre Increíble, en versión original mejicana, impresa en tonos sepia. Y tampoco faltaban allí las novelitas de detectives y vaqueros para cuando el aprendiz de lector subía de nivel.
Para cuando yo rozaba los 13 años de edad, ya el barrio San Felipe contaba con un espacio que sería un hito muchos años después cuando ‘Los Picós’ fueron reconocidos como toda una cultura. A sólo cinco casas de donde mi abuela, en la esquina amarilla de la 23B con 65C, tenía ‘sede’ la verbena “Calipso Súper Club” donde semanalmente se daban cita los picós más prestigiosos de la ciudad. Por aquellos tiempos se decía que desde la Sony del Japón habían venido ingenieros hasta Barranquilla para descubrir cómo es que lograban “los técnicos”, que así se les llamaba a quienes configuraban aquel descomunal sistema de sonido, hacer sonar con tanta potencia aquellos aparatos combinando tubos, transformadores y resistencias con parlantes, tuiters y cajones de madera.
Algo muy significativo que recuerdo de aquel Calipso Súper Club, es a los palenqueros bailando hipnotizados, frente a la puerta de la verbena, con la mirada perdida en el vacío, como bebiéndose el sonido que salía de entre los tabiques de lata, mientras en el suelo al lado de sus pies mantenían una botella de cerveza. En ese estado podían pasarse toda la noche, sin entrar. Yo tampoco entraba, porque mi edad no lo permitía y porque mi abuela me tenía prohibido acercarme siquiera por allí. Pero eso sí, nadie podía impedirme que en las noches que había verbena, me pasara en vela escuchando desde mi cama a sólo 50 metros de distancia al tum tum de los ‘bafles’ del “Rojo”, del “Sibanicú”, o del “Gran Pijuán”. Yo que a esa edad no sabía bailar, lo bailaba todo con las más hermosas mujeres, en medio de la oscuridad del cuarto, en mi imaginación.
Me viene a la memoria uno de los temas que más sonaban en esas noches, “El Bambú”, una cadenciosa melodía en rítmo de compás haitiano, y también la letra de uno de mis preferidos, de La Típica 73 «No volveré»: “…cuando te saco de casa te pones alegre, y cuando espero salir ya te quieres pelear. Cuando que te llevo a algún sitio nunca estás contenta, y si te llevo a la fiesta no quieres bailar… Si sigues peleando conmigo te juro mi vida, lo siento en el alma, cariño, te voy a dejar…”
En aquellos tiempos en Colombia no había Ministerio de Cultura, y la cultura popular que yo recuerde, no era objeto de culto; apenas era una noción desconocida que se cocinaba como en un secreto a voces, cada viernes, sábado y hasta los domingos. En la Barranquilla de entonces, los pichones de escritor se agarraban de las nalgas, peaos en cualquier esquina, había pintores que cambiaban sus dibujos por botellas de ron Blanco, Gabriel García Márquez publicaba sin mucha bulla “Cien años de Soledad”, el palenquero Antonio Cervantes se coronaba como el primer campeón mundial en cualquier disciplina en toda la historia de Colombia, la salsa se bailaba apasionadamente de modo exclusivo por la plebe, y las músicas africanas por aquellos tiempos retumbaban en las verbenas donde “mandaban la parada” albañiles, vendedores de pescado del mercado, empleadas domésticas de buen ver, y otras que no tanto, cobradores de bus, coimes de billares, y una variopinta muchachada con pantalones de Terlenka, bota ancha, zapatos de plataforma y tacón alto, con el pelo al estilo afro, y abiertas hasta el pecho las camisas de colores, de cuellos inmarcesibles.
Esa era a pinceladas, una de las calles de la Barranquilla que me enseño a ser “currambero”. De las calles de «El mejor vividero del Mundo» donde ahora habita el espanto, prefiero no tener que recordar.